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Inmediato, aunque no efímero, el viaje del cardamomo por las fosas nasales es un fuego artificial en una noche diáfana. Leonardo Clavijo (40), testigo de estas experiencias, asegura: “Es una marca registrada de la India. Y nuestra”. Pero esa semilla verde tan característica del gigante asiático, no está sola. Se suman otras especias conocidas, como la cúrcuma, el jengibre (ambos rizomas), el azafrán, la canela, el clavo de olor, el curry, la nuez moscada, el anís, el comino, el coriandro, la mostaza y diversas pimientas. Y otras más exóticas, como el amchoor (polvo de mango verde seco), la asafétida (una resina que añade profundidad), el macis (la cubierta exterior de la nuez moscada), el fenogreco (una penetrante semilla aromática) y el rai (un tipo de mostaza negra).
El resultado, es un viaje explosivo de fragancias, perfumes y aromas, que se expanden a cada rincón del cuerpo. “¡Bienvenidos!”, dice el chef de Ave, el restaurante que alberga el complejo Ville Saint Germain, ubicado en Cariló, y que no para de crecer desde el primer puesto otorgado por Tripadvisor entre 58 competidores locales.
Acogido por el bosque centenario y pegado a una playa generosa en médanos, la cocina de Clavijo no escatima en detalles. “Soy un enamorado de las especias, porque con muy poquito podés cambiar por completo una comida, enmarcar sabores, potenciar platos. Es un mundo increíble, lleno de una magia invisible que se pone de manifiesto cuando emanan las esencias”, asegura el anfitrión del restaurante que supo, lento pero contante, ganarse un nombre en el corredor de la Costa Atlántica, y ya es profeta en su tierra, el Partido de Pinamar.
Como un paralelo del namasté sanscrito, que evoca buenos deseos y respeto a la hora del encuentro con el otro, el saludo romano “Ave« significa estar bien. “Le pusimos ese nombre porque queríamos que el cliente encuentre aquí algo distinto, pero sintiéndose a gusto, en un ambiente familiar. Por eso decimos que somos un restaurante que pregona la doble C: carta y cercanía. Es cierto que nos destacamos por la comida india, pero ofrecemos varias recetas tradicionales, y lo italiano está presente de manera notoria, con alternativas amigables para las familias con chicos, que son nuestro fuerte en verano”, cuenta.
Si bien el trabajo intenso se da entre diciembre y marzo, y en Semana Santa, el lugar abre todo el año gracias a un público estable, fidelizado, según Clavijo, por la combinación de buenos platos y hospitalidad. “Hay muchos clientes entre Pinamar y Mar del Plata, y varios llegan directamente desde La Plata o Buenos Aires. Eso forja historias muy lindas, como la de Sofía, una nena que he visto crecer desde el huevito, cuando los papás la traían envuelta en mantas y la dejaban al costado entre dos sillas. Hoy debe tener unos nueve años, y sus dibujos decoran nuestra cocina de punta a punta”.
Aunque la severidad de la temporada imparta tiempos acotados, el chef no negocia una máxima sostenida en los diez años a cargo del lugar: acercarse a las mesas. “Aunque esté a full voy y saludo, consulto qué tal, y vuelvo corriendo. Es algo lindo, y útil, porque siempre surgen nuevas ideas, como la vez que un cliente me contó que extrañaba los ravioles de seso que le hacía su abuela. Como sabía que volvía en unas semanas preparé unas 20 porciones con un toque personal y las frisé. El hombre quedó fascinado, y se empezó a correr tanto la bola que todas las mesas lo pedían. Se agotaron en 15 minutos”, cuenta.
Como suele ocurrir en el rubro, Clavijo arrancó muy joven. Estudió en la Unión de Chefs Argentinos, a cargo de la familia de cocineros Molina, y luego entró al restó Bengal. “Fue Emiliano Cafiso el que me acercó a la gastronomía india, y quien me enseñó a pulir los platos, porque yo era más bien rústico”, asegura. Al poco tiempo lo visitó Jorge Ramallo, un asesor gastronómico que en ese entonces era gerente de Ville Saint Germain, que aún no contaba con la actual cancha de golf ni el spa de 600 m2, pero ya tenía algunas de las 27 cabañas y habitaciones Deluxe, y un deseo latente de incursionar en la gastronomía.
“Se ve que le gustó mucho lo que le servimos, porque me convocó de inmediato. A los pocos días llegué con mi bolsito y había un evento, así que me metí directo a la cocina. Me emocionaba empezar a todo ritmo, pensando en dar lo mejor durante dos meses y volverme con algo de plata. Y acá estoy, todavía”, recuerda sonriendo.
Al principio, la propuesta era limitada: algunos eventos, buena cafetería y el abastecimiento diario de desayunos al complejo, no mucho más. “Pasar del ritmo de Capital Federal a la temporada no era tan distinto. El cambio lo sentí al llegar marzo, cuando se escuchaban a pleno los pájaros, las olas, y no había nadie en las calles. Algo adentro mío empezó a interpelarme. Todo quedaba cerca, la seguridad no era un tema, y había perspectiva de futuro. Compartimos algunas charlas con la gente del lugar, surgieron ideas y viajes en común con el dueño del complejo, y al final nos tentó armar un restaurante distinto”. De a poco, la coqueta cafetería fue incorporando opciones y llamando la atención. El boca en boca hizo el resto.
“Fue muy loco, porque una pareja que había comido la noche anterior traía al día siguiente a los amigos. Y esos amigos, a sus conocidos. Éramos dos y un bachero en la cocina, con apenas cinco mesas, así que el crecimiento constante generaba alegría, pero también preguntas. Así pasaron unos meses de prueba y error, de comer mucho y ver qué queríamos vender”, relata.
En poco tiempo ampliaron el salón que hoy funciona fuera de temporada, con mesas para 24 personas. Pero también se llenó. Para el siguiente verano, el cocinero se envalentonó y subió a la gerencia con una propuesta clara: incorporar la planta baja del edificio donde también está la recepción, llegando a 80 cubiertos. “Creo que la intensidad, en justa medida con la calma, me permitió avanzar.
Al principio estaba sólo, sin familia ni amigos, encarando el desafío de un estilo de vida diferente, sin tanta salida ni gastos. De hecho, ahorraba sin proponérmelo, y tal es así que en unos años pude comprarles a mis padres un departamento. Pero tenía un equipo y el apoyo total del dueño del lugar, y eso me hizo entender la importancia de la confianza y el respaldo para alcanzar metas”.
A un lado de la chitarra recién traída de Venecia para cortar pasta, vuelan restos de la harina blanca del inminente chapati, el “pan chato” indio. Sartenes, ollas, cuchillos y wokeras se despliegan en línea sobre la mesada, listas para salir al ruedo de las pakoras con garam masala (croquetas de vegetales con mezcla de especias), las diminutas samosas (empanadas vegetarianas), el picante Vindaloo (curry de cordero y arroz) y la exquisita Jhinga (langostinos con arroz basmati), adornados con maestría como en The Bear, la famosa serie.
“Siempre se busca la perfección, pero no sé si al punto de una locura como en esa serie. Lo que sí es cotidiano es la exigencia, porque un buen cocinero vive para la cocina. Aunque te vayas a tu casa quedás regulando con los sabores, los aromas, pensando qué agregar, qué sacar, por qué salió mal un plato”, dice el chef que actualmente estudia Arte Culinario en la sede de la UADE de Pinamar.
“Algo que me genera incertidumbre a veces es la provisión de ingredientes, que a diferencia de Capital Federal, tiene sus pros y sus contras. Un día podés encontrar hongos silvestres en la cancha de golf, sacar paltas de los árboles de la calle y llevarte rúcula recién cortada por quinteros locales. Otro, te cancela el transporte que trae los microgreen (para decorar, añadir color o textura a los platos) o llegan congelados. O no hay más corderos en Madariaga y tenés que cambiar la carta. Por suerte, esos desafíos pequeños son una forma de estar activo, y muchas veces la recompensa es la cara de satisfacción del cliente, pero otras, de sentir simplemente que uno está dando lo mejor”, resume.
Ave, cocina de autor
Laurel 63, esquina Avutarda.
Reservas: 0225-4470912